La luz macilenta de una farola hiere mis ojos.
Por un segundo no recuerdo donde estoy, qué hago allí o como me llamo.
Una voz, ronca y masculina, pronuncia una palabra que bien podría ser mi nombre.
O quizás una simple llamada de atención.
Me vuelvo a medias y levantó una mano, está mugrienta.
Un segundo... ¿ese reguero carmesí que la recorre es sangre?
Creo que me piden que aguante un poco más, pero todo se apaga.
Mi siguiente recuerdo es de una estancia blanca, aséptica. Varias personas discuten entre susurros.
Me pregunto si él estará allí. Quisiera saber si se ha quedado.
Intento preguntarlo pero mis palabras se convierten en un graznido que se lleva todo lo demás.
Rostros borrosos, palabras incomprensibles.
Él no está aquí.
No vuelvo a verlo mientras permanezco en aquel lugar extraño y carente de color.
Pasados unos días logro levantarme y las imágenes de lo que ha ocurrido regresan a mi mente.
El coche que me arrolló y mi bicicleta saliendo disparada parecen algo ajeno a mí.
He sobrevivido y todo apunta a que voy a recuperar mi vida en la medida de lo posible.
Las visitas de los rostros familiares y amigos se suceden y todo parece volver a encajar.
Sin embargo me sigue faltando una pieza: ¿dónde se ha metido?
Espero semanas, meses, y él nunca regresa.
A veces pienso que es fruto de mi imaginación.